Publicado en el diario La Nación el 21 de enero de 1985.-
Por Bonifacio del Carril (*)
Después del fallido intento de 1982, se ha difundido en el país la creencia de que la recuperación de las islas Malvinas habrá de lograrse en los foros internacionales de los cuales las Naciones Unidas son la máxima expresión. Nada más alejado de la realidad. No existe foro internacional alguno –me refiero a los organismos de carácter político-, ni siquiera las Naciones Unidas, que tenga facultades para resolver un conflicto de esta naturaleza.
Las Naciones Unidas podrán avenir a las partes, mediar entre ellas, actuar como factor de presión, pero no pueden decidir disputas territoriales ni cuestiones de soberanía. La Carta no contiene disposición alguna que pueda ser aplicada con este alcance. Tampoco la tiene la Organización de Estados Americanos (OEA) ni, por cierto, el movimiento de Países No Alineados.
No disminuyo en lo más mínimo la importancia del trabajo realizado en la última Asamblea de las Naciones Unidas para obtener un resultado favorable en la votación, pero señalo que ese trabajo deberá ser rutinariamente repetido todos los años, con la visita del presidente Alfonsín a Nueva York y a las capitales de los países amigos en Europa o sin ella. Los votos en la Asamblea no sientan precedente. Deberán ser gestionados, uno por uno, año tras año, mientras la controversia subsista. Por lo demás, en casos como el presente, las resoluciones de la Asamblea no tienen fuerza coercitiva; son, en rigor, meramente declarativas.
El dilema se planteó en 1833, cuando Inglaterra se apoderó de las islas. La Argentina había salido de la guerra por la Independencia y de la guerra con el Brasil, pero no había logrado todavía organizar constitucionalmente el estado nacional. No tenía fuerza militar suficiente para oponerse al atropello. El gobierno del general Balcarce debió resignarse a entablar la reclamación por la vía diplomática, la única posible.
El cambio de notas entre el ministro argentino en Londres, doctor Manuel Moreno, y el gobierno británico resultó infructuoso. Después de una primera respuesta de lord Palmerston (8 de enero de 1834) que Moreno refutó brillantemente, el gobierno británico se encerró en el más absoluto mutismo.
El statu quo impuesto de esta manera por la fuerza y el silencio británicos, se prolongó durante muchos años a lo largo del siglo XIX. La primera acción que se registra en el Ministerio de Relaciones Exteriores, que rompió el silencio, data de 1884, cuando el gobierno británico protestó por la inclusión de las islas en un mapa editado por el Instituto Geográfico Militar, protesta que fue rechazada por la Argentina.
En 1908, y luego en 1927, ya en pleno siglo XX, la Argentina informó a la Unión Postal Universal, con sede en Berna, que se oponía a la inclusión de las Islas Malvinas como territorio británico en las comunicaciones postales. Se llegó, inclusive, a exigir un doble franqueo, considerando inexistentes las estampillas británicas utilizadas en el correo procedente de las islas. Como señaló el profesor Peter J. Beck, que ha estudiado la batalla de las estampillas, la Unión Postal Universal proporcionó a la Argentina una plataforma internacional útil para defender sus derechos.
En 1933, con motivo de la emisión por parte de Gran Bretaña de sellos conmemorativos del centenario de la ocupación del archipiélago, la Argentina protestó una vez más ante el organismo internacional. En 1936 y 1937 afirmó su posición mediante la emisión de estampillas de un peso, que reprodujeron un mapa de América del Sur en el que estaban claramente señaladas las islas como parte del territorio argentino.
Concluida la Segunda Guerra Mundial, la creación de las Naciones Unidas, en 1945, introdujo una importante innovación en el secular litigio. Con el fin de asegurar la paz, la libertad y la igualdad de las naciones grandes y pequeñas, la Carta de las Naciones Unidas declaró, por primera vez en la historia de la humanidad, que no podían continuar existiendo territorios sin la plenitud del gobierno propio. Consideró, en consecuencia, inadmisible que los estados miembros continuasen poseyendo territorios coloniales.
En 1960, la Asamblea General se refirió correctamente al tema, y dictó la resolución 1514 (XV), complementaria de la carta, que proclamó la necesidad de poner fin rápida e incondicionalmente al colonialismo en todas sus formas y manifestaciones y estableció los principios a los que debía sujetarse el proceso de descolonización.
Las potencias colonialistas –Gran Bretaña en primer término- se encontraron entre la espada y la pared. Ellas habían concurrido a formar el organismo internacional, basado en la igualdad de todas las naciones del mundo, y ellas estaban obligadas a desprenderse de sus colonias, por un mínimo sentido de respeto hacia la institución que habían creado.
Los nuevos principios de convivencia internacional tuvieron importantes consecuencias. Gran Bretaña, respetuosa de las formas, cumplió con la obligación de comunicar a las Naciones Unidas cuales eran las colonias que poseía y que, por tanto, se obligaba a descolonizar, incluyendo entre ellas a las islas Malvinas, pero siguió luego una política propia de descolonización, al margen de lo dispuesto en la Carta y en la Resolución 1514. Concedió la independencia a numerosos territorios que habían formado parte de su vasto imperio colonial, postergando, en cambio, la decisión cuando se trató de territorios reclamados por otros estados miembros del organismo.
Esta política discrecional británica se desarrolló al amparo de una omisión evidente de la resolución 1514, que había proclamado la necesidad de realizar rápida e incondicionalmente la descolonización, pero no había establecido plazo para el cumplimiento de la obligación.
La controversia sobre el dominio de las islas Malvinas quedó encuadrada, a partir de ese momento, en dos planos diferentes, que no deben ser confundidos: por un lado, la cuestión bilateral entre la Argentina y Gran Bretaña, originada por el acto de fuerza de 1833, por otro, la obligación de descolonizar las islas que Gran Bretaña asumió, sin intervención de la Argentina, frente a las Naciones Unidas.
Este fue el estado en que se encontraba la cuestión cuando el problema fue planteado por primera vez en al subcomité de descolonización de las Naciones Unidas (1964). La Argentina pidió ser oída en una suerte de tercería de mejor derecho, sosteniendo que la descolonización de las islas podía y debía hacerse mediante el reconocimiento del derecho de soberanía argentina que Gran Bretaña había usurpado en 1833.
En realidad, el caso de las Malvinas era atípico en el proceso de descolonización. La resolución 1514 había previsto los casos comunes de conflicto entre una potencia colonialista y una población que reclama su independencia sobre la base de dos principios fundamentales: 1) el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos (libre determinación, dice la resolución), y 2) la necesidad de preservar la integridad territorial como condición de la descolonización. Pero en las islas Malvinas no existe, no existió nunca, una población que pueda autodeterminarse ni un pueblo dentro del concepto previsto por las disposiciones de la Carta.
Existe un corto número de habitantes siempre decreciente que no está en condiciones de constituir un estado independiente. Esos habitantes quieren seguir siendo británicos, prolongando su condición colonial, en abierta violación de lo dispuesto en la resolución 1514. Existe, por otra parte, un Estado miembro, la República Argentina, que aspira a reintegrar su territorio mediante la recuperación de las islas que le fueron arrebatadas por la fuerza.
El problema fue tratado en 1965, en el Plenario del Comité de Descolonización y en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Se declaró entonces que el caso de las islas Malvinas debía considerase comprendido en las disposiciones de la resolución 1514, y que Gran Bretaña debía descolonizarlas; se tomó nota de la existencia de una disputa sobre la soberanía entre la Argentina y Gran Bretaña y se invitó a los dos países a encontrar una solución pacífica al problema, teniendo en cuenta las disposiciones y objetivos de la carta y de la resolución 1514 así como los intereses de la población de las islas.
Esta fue la resolución 2065 (XX), adoptada por abrumadora mayoría de votos (94 sobre 108 votos emitidos, o sea, el 87 por ciento del total), sin ningún voto en contra, ni siquiera los de Gran Bretaña y sus países amigos y satélites que se limitaron a abstenerse (14 votos) en una votación histórica que difícilmente habrá de repetirse. No se mencionó para nada la voluntad y los deseos de los pobladores de las islas, que carecen de relevancia en la cuestión.
Puede decirse que en 1965 los dos planos en que estaba planteado el problema de las Malvinas llegaron a superponerse y a fundirse en uno solo. En enero de 1966, el canciller británico Michael Stewart estuvo personalmente en Buenos Aires, e inició las conversaciones con el canciller argentino doctor Zabala Ortiz. Todo parecía indicar que se había abierto el camino hacia la solución definitiva. Pero intervinieron determinados intereses políticos en Gran Bretaña y la influencia negativa de la compañía privada que monopoliza la actividad y el comercio de las islas. Las negociaciones se desviaron hacia aspectos parciales de la controversia que fue, poco a poco, modificando el verdadero sentido y el alcance de la resolución 2065.
No voy a seguir en detalle las alternativas del deterioro de las negociaciones que culminó con la crisis de 1982. Al día siguiente del desembarco argentino, el Consejo de Seguridad adoptó la resolución 502, que ordenaba el cese de las hostilidades, el retiro de las fuerzas y la iniciación de negociaciones para resolver el problema en forma pacífica. Después de las múltiples alternativas ocurridas en ese agitado momento, la misión de conciliación fue encomendada al secretario general del organismo.
Existen, ahora, no sólo dos sino tres planos en los que debe desenvolverse la cuestión: primero, la negociación bilateral entre Gran Bretaña y la Argentina; segundo, la obligación contraída por gran Bretaña en 1965 de descolonizar las islas, que se mantiene vigente, al margen de las consecuencias del conflicto bélico y, tercero, la misión de conciliación y arreglo encomendada al secretario general. Es claro que todas ellas se resumen en una sola –la primera-, porque mientras la Argentina y Gran Bretaña no se pongan de acuerdo sobre la necesidad de resolver el problema no habrá solución posible a través de ninguna de las otras dos.
Es evidente que, después de los episodios de 1982, Gran Bretaña no quiere discutir la cuestión de la soberanía con la República Argentina. Si la contienda hubiese terminado con la derrota británica no hay duda de que la Argentina habría adoptado una actitud equivalente. La Argentina no debe continuar engañándose a sí misma. Debe ser realista en su conducta y sus propósitos. Presionar directa o indirectamente a Gran Bretaña en estos momentos es contraproducente e ineficaz.
Mientras tanto, es necesario evitar que la declaración anual en las Naciones Unidas se transforme en un simple rito formal, vacío de contenido, que irá desgastándose, inevitablemente, con el transcurso del tiempo. Este año 1985 se celebrará el 40 aniversario de la creación del organismo, y se cumplirá el 25 aniversario de la sanción de la Resolución 1514 (XV), que ordenó poner fin rápida e incondicionalmente al colonialismo.
Por lenta que sea la acción de los organismos internacionales, y prudente su concepto de rapidez, veinticinco años es tiempo más que suficiente para cumplir lo dispuesto en esta resolución. Creo que se debe gestionar en la próxima asamblea la fijación de un plazo final definitivo y concreto, para concluir el proceso de descolonización, cuya prolongación sine die no parece justa ni razonable.
No hay duda de que Gran Bretaña seguirá aplicando su propia política de descolonización. Pero la fijación de un plazo objetivamente determinado, de alcance general, quitará a la cuestión su carácter de discusión bilateral con la Argentina y será un factor de distensión que puede llegar a ser decisivo.
Gran Bretaña tendrá que decidir si está dispuesta o no a cumplir la obligación que ha contraído frente las Naciones Unidas de descolonizar las islas Malvinas. La respuesta afirmativa –que debería descontarse- abrirá insospechadas posibilidades para llegar a un acuerdo entre las dos naciones, que no deben seguir mirando al pasado sino al futuro del siglo XXI, que se avecina tan rápidamente.
(…) “Tenemos la fuerza que da la convicción de las causas justas. Esperamos que la obstinada confianza con que la Argentina insiste en que se reconozca su derecho habrá finalmente de persuadir a Gran Bretaña para convencerla de que el moderno espíritu de paz, libertad y justicia que felizmente predomina hoy en el mundo es incompatible con el mantenimiento de situaciones creadas en tiempos que poco a poco deben sumergirse para siempre en la bruma de un generoso olvido”.
Así concluía el discurso pronunciado el 9 de noviembre de 1965 por Bonifacio del Carril como embajador extraordinario y jefe de la delegación argentina de la sesión plenaria del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas en el debate que condujo a la sanción de la Resolución 2065. (Ver aparte, bajo título Resolución 1514)
(*) Bonifacio del Carril (reseña con datos de Academia Nacional de Bellas Artes).
Nació en Capital Federal el 14 de abril de 1911, falleció el 23 de diciembre de 1994. Abogado, diplomático, historiador y escritor doctor en Derecho recibido en la Universidad de Buenos Aires. Fue Subsecretario de Interior en 1944 bajo presidencia de Pedro Pablo Ramírez, ministro de Relaciones Exteriores en 1962 (presidente José María Guido) y Embajador Extraordinario ante las Naciones Unidas en 1965 (presidencia de Arturo Illia) para el debate sobre las Islas Malvinas que culminó con la Resolución 2065.
Recibido de abogado a los 20 años en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, después de cursar la carrera en 3 años (1929-1931); su tesis para el grado de Doctor en Jurisprudencia versó sobre La Unidad Nacional y el Federalismo Argentino. Fue publicada con el título Buenos Aires frente al país (1944), clasificada sobresaliente y recomendada al Premio Facultad (1945).
Fue profesor en la Escuela Superior de Comercio Número 4 de la Nación (1937-1943), jefe de Trabajos Prácticos en el Instituto de Enseñanza Práctica de la Facultad de Derecho de Buenos Aires (1943-1946) y Subencargado del Curso de Historia Argentina de Ingreso en la misma Facultad (1939-1943).
Ejerció su profesión en diversos ámbitos desempeñándose como conjuez de La Corte Suprema de Justicia de la Nación en 1969, 1970, 1971, 1977 y 1978.
Fue director del Movimiento de la Renovación -agrupación política juvenil- desde el 1 de julio de 1941 hasta el 30 de abril de 1944, subsecretario en el Ministerio de Interior (1944), Auditor Honorario del Ejército de Los Andes en campaña (1955), Ministro de Relaciones Exteriores y Culto (1962), Embajador Extraordinario y Jefe de la Delegación Argentina ante las Naciones Unidas en el debate sobre las Islas Malvinas (1965). Desde 1947, director de Emece Editores S.A.
En 1960 fue designado Miembro de Número de la Academia Nacional de la Historia y el 1 de julio de 1965 fue nombrado Académico de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes. Fue su presidente durante nueve años, tres periodos consecutivos (1971-1979), y vicepresidente durante el período 1980-1982.
Por reciprocidad, Académico Correspondiente de las Academias de la Historia de España, Chile y Perú y en 1972; por nombramiento personal, de la Academia Nacional de Bellas Artes de Brasil.
Integró la Comisión Directiva de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes desde 1964 hasta 1982. Fue Presidente durante dos períodos (1970/1972/1976) y Vicepresidente Segundo desde 1977 a 1982.
Fue distinguido como Caballero Magistral de la Soberana Orden Militar de Malta, Asociación de Caballeros Argentinos (1971).
En el debate de la Resolución 2065 expuso ante la Comisión Política Especial y de Descolonización (IV Comisión) de la Asamblea General, un segundo alegato en defensa de los derechos de soberanía argentinos (el primero había sido expresado por José María Ruda). Del Carril introdujo valoraciones históricas y aportó datos de fuentes británicas.